Amanecer



Me despierto con un extraño y amargo sabor de boca. Peppino ha permanecido junto a mí toda la noche, como quien cuida a un enfermo o como quien vela a un cadáver. Creo ver entrar las primeras luces del alba por la ventana del laboratorio, y de repente me doy cuenta de que ya no estoy fuera, sino dentro del edificio, tirado sobre lo que parecen ser las baldosas del despacho de Denise.

¿He sido yo quién ha entrado en algún momento de la noche y ahora no puedo recordarlo? Me cuesta creerlo: no pude estar en ningún momento en condiciones. Sin embargo, aunque me encuentro débil como un moribundo y los músculos de mi mandíbula parecen trabados en una extraña parálisis que no me deja abrir la boca, ni tragar saliva, ni a duras penas respirar, está claro que el ataque ha pasado y no me ha llevado consigo. No estaría tan recuperado tras haber pasado tan sólo unas horas si alguien no me hubiera dado el tratamiento.

Desde mi posición en el suelo puedo ver las patas del armarito en el que Denise guardaba unas dosis de mi medicina. Noto un familiar y casi agradable escozor en el antebrazo. Muevo con mucho esfuerzo la cabeza y la luz grisácea del alba me permite ver las evidentes señales de una inyección ¿Me he logrado arrastrar al interior por mis propios medios, o me ha ayudado Denise, que volvió al edificio justo a tiempo de salvarme la vida?



En ese momento recuerdo la nota que tenía el perro. ¿Son ciertos todos esos recuerdos, o eran alucinaciones asociadas al ataque, y Denise anda por aquí como es normal? Pero Denise después de ayudarme no me hubiera dejado tirado en el suelo toda la noche.

Poco a poco voy recuperando el uso de mis músculos, aunque la boca sigue firmemente trabada, como si una quijada estuviera soldada a otra. Tengo la sensación de que entre la lengua y el paladar hubieran puesto una enorme piedra, o, a juzgar por el sabor, una batería de coche. Me duele todo el cuerpo y la dureza del suelo no me ayuda a este respecto. Pasa el tiempo y el sol va entrando por la ventana cada vez más alto. Peppino va y viene por la casa, entrando de vez en cuando como si quisiera vigilar cómo sigo. Al fin, llega el momento en que creo que me puedo atrever a intentar levantarme.

No lo consigo, pero tengo fuerzas suficientes para reptar. Si lograra llegar a la pequeña cama plegable que tiene Denise al fondo del laboratorio, tras una cortina, podría apoyarme en ella y en las cajas de madera para, por lo menos, subir a ella y tumbarme. Ojalá por el camino también encontrara algo de beber, aunque sigo sin poder ni intentar abrir la boca.

Me arrastro un buen rato hasta la camilla. Nado con brazos y piernas sobre el suelo, entre patas de muebles y trastos. Al fin llego a los pies de la camilla. Me agarro con una mano a una de sus patas. Con la otra cojo un asa de cuerda que sobresale del lateral de una gran caja de madera basta... de las que se usan para los plátanos... forrada de pegatinas del Instituto Marino...



Usando todas mis fuerzas, logro incorporarme a medias. Apoyo una mano en la colchoneta, otra en la tapa de la caja, sólo para descubrir que la gran caja de plátanos no tiene tapa y apoyar la mano en el vacío.

Mi brazo se hunde bruscamente en el interior de la caja hasta la altura del hombro, arrastrando al resto del cuerpo con él. Intento en vano mantener el equilibrio mientras caigo. Mi otra mano agarra instintivamente la cortinilla de la cama, arrancándola de cuajo sin lograr detener la caída. Doy un cuarto de vuelta en el aire, cayendo de espaldas sobre el borde superior de la caja, que no se mueve un ápice. Un dolor agudo se clava en mis omóplatos, pero el apoyar la espalda en la caja parece devolverme un poco de equilibrio. Exijo de mis piernas un desesperado impulso hacia arriba para ponerme de pie que sólo sirve para hacerme saltar al interior de la caja.

Caigo de cabeza sobre las tablas que conforman el suelo de la caja. No hay nada en su interior, salvo yo mismo. El esfuerzo realizado me agota y quedo tendido en el fondo en una postura vagamente fetal. No tengo fuerzas para apartar la cortina, que cae sobre mí tapándome por completo. Agotado, creo caer en una suerte de semiinconsciencia.

Ya no tengo un perro que me acompañe. Completamente solo y a oscuras entre estos paneles de madera veo pasar los minutos, tal vez las horas y los siglos. Noto que me falta el aire. Si Denise o quien sea no me encuentran a tiempo, si se han llevado a Denise y nadie va a volver por el laboratorio, tal vez no salga de aquí nunca. Entonces me doy cuenta de qué es el objeto de regusto metálico que he llevado todo este tiempo sobre la lengua: es una moneda.