16 de mayo



Esta mañana, haciendo la limpieza, Rosita ha encontrado muerta a la señora Bergstein. He enviado un fax a la dirección corporativa, al otro lado del océano. Ellos se encargarán de avisar a la familia. A mí me toca hablar con los otros huéspedes.

-Muerte natural, supongo. Era ya mayor. - No debí decir eso: era una de las más jóvenes del grupo de bailes de salón. Las caras de los presentes eran todo un poema.

Me han preguntado si se le va a practicar la autopsia. Les he respondido que en la isla no hay medios para eso, que eso lo decidirán las autoridades de su país cuando repatriemos el cuerpo al continente. Luego he intentado cambiar lo más rápido de tema sin que pareciera una falta de respeto. Al fin y al cabo mi trabajo consiste en animarlos, no en darles cancha para que se depriman. Les he propuesto que en su honor organicemos el sábado una maratón de polkas. Las señoras Bishop y Ardolino se encargarán del ponche y la decoración de la sala de entretenimientos. Como siempre, al señor McAlister y a mí nos va atocar ponernos a inflar globitos. Al viejo McAlister, al que ya no ledejan bucear, le gusta tener ocasiones para demostrar que aún conservasus buenos pulmones de antaño, pero aún quedarán unos cuantos para mí,y me temo que Rosita no va a querer ayudarme. Odio todas esas cosas.Tengo un prestigioso historial de décadas como profesor de bailes desalón y aquí he acabado haciendo de animador de veladas, de cuidador y de niñera, y como me descuide y esto siga así, acabaré de empleado de pompas fúnebres.



Corremos rápido un tupido velo sobre la señora Bergstein, que esperará cubierta con un edredón a ser evacuada en la avioneta de mañana, en su última velada sobre la misma cama en la que murió y sobre la que le gustaba hacer solitarios. Nadie pide verla, y pronto las conversaciones abiertas sobre ella cesan. La señora Bergstein seconvierte en un murmullo que me parece notar de vez en cuando en algún corrillo distante de clientes, un murmullo que se ahogará del todo en la barahúnda de los acordeones el día de la maratón de polkas y se olvidará definitivamente en el silencio de la velada posterior y mi resaca, como ha pasado tantas otras veces.

Se lo digo a Rosita, cuando intento alargar la conversación durante los postres de la cena en un fútil intento de que me de pie para acompañarla a su habitación, un intento repetido tantas veces que estoy seguro de que para ella ya es un hábito que echará de menos el día en que renuncie.

-¿A ti te parece normal que muera tanto viejo en esta isla?

-Son casi un centenar, y son viejos. La gente muere, ¿lo sabías?

-Me he explicado mal. A este ritmo, en siete años no quedará ni uno. Eso es más de lo estadísticamente razonable, pero no mucho más. Pero entre los últimos se nos han muerto algunos de los más jóvenes. La señora Bergstein era obesa, pero parecía rebosante de salud. Jennifer Grey era la más joven del plantel con diferencia, y acababa de llegar.

-Jennifer Grey era una borracha, y seguramente había bebido cuando se cayó del balcón y se rompió el cuello. Además me apuesto algo a que estaba bailando. Claro que cuando se entretenía contigo en el salón de baile solía llevar alguna cosa puesta, aunque no fuera mucho.

-No hables así de ella. Fue muy desagradable encontrarla desnuda al pie del balcón, y para colmo, no poder mover el cuerpo de allí hasta que llegara el oficial de Port Dauphiné al ser una muerte relativamente sospechosa. Claro que todo el mundo estuvo de acuerdo en que fue un accidente.

-Es que los accidentes ocurren, Patrick. Y les ocurren a los jóvenes. Jennifer Grey se mató haciendo el tonto, Gottlieb se despeñó con uno de esos ridículos cochecitos, Ordbach se ahogó practicando pesca submarina.

-Pobre McAlister, siempre iban juntos a todas partes. Se quedó muy conmocionado, y ya no tiene permiso para bucear.

-Pero es que esta isla les engaña, Patrick. Les hace creer que aún son jóvenes, y por eso tiene tanto éxito. Engaña especialmente a los que aún conservan algún vigor. Y si te crees más fuerte, más ágil, más vital de lo que eres realmente, lo puedes pagar caro, en esta isla de fantasía como en todas partes.



Me miraba fijamente mientras decía aquello último, como si mirara mis canas, mis arrugas, al mismo tiempo que mis ojos. Tengo la misma edad que Jenny Grey, la cliente más joven del Delfín Resort, y nunca vi a Rosita tan a mi alcance como cuando la veía insinuarme su reprobación por lo que mucha gente pensaría que era mi juego con aquella mujer recientemente muerta. Y tal vez en otro país en el que la autoridad no fuera tan laxa las circunstancias de su muerte, de su vida, el secreto que compartíamos, me habrían puesto en una situación difícil.

Afortunadamente el oficial Dumont no hizo ni amago de considerar aquello algo más que un accidente. Yo no sé que pensar. Me parece adivinar en Rosita una disimulada ira cuando Jen Grey aparece en nuestra conversación. No sé si sospecha de mí, pese a que sabe muy bien dónde estaba yo la noche que Jen Grey murió, y tal vez sea eso último lo que la crispa.

Pero si yo no maté a Jennifer Grey, y si a Rosita se le pasa por la cabeza, como se me pasa a mí, que pudo no ser un accidente, el asunto en el que debemos estar pensando los dos, el asunto del que nunca nos hemos atrevido a hablar, es si puso ser un asesinato, y si es así, quién lo hizo.


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