17 de mayo


Envuelta en su sudario de ropa de cama la pobre señora Bergstein hace un enorme bulto en aquel ridículo carrito eléctrico, camino de su ascensión a los cielos de la Compañía de Vuelos Charter y Ferrys Tropicalia. Hasta el Bentley del presidente es híbrido: salvo los de los aviones y los barcos de crucero, todos de paso, los motores de combustión interna están prohibidos en esta isla diminuta que es al mismo tiempo un paraíso fiscal sin impuestos ni registros contables y un estado policial ecológico y cívico en el que arrojar basura puede ser penado con castigos corporales que con basura por medio o no los oficiales de la Guardia del Eterno Presidente Monsieur Marcel derrochan generosamente con la población autóctona.

Hay, desde luego, un mundo aparte dentro de esta isla para el que los latigazos o la extorsión es algo inconcebible: el de los blanquitos que traen dinero, como la finada señora Bergstein, el de sus criados y sirvientes, como Rosita y yo, pero eso no evitaba que al pensar en la inevitable visita del Oficial de turno a cuenta de la última muerte yo me sintiera algo intranquilo.

-Han llamado de la Comandancia de Port Dauphine - me comunica Pierre el ordenanza - El teniente Legrand dice que si no le importa, no va a venir, y que a la espera de la autopsia, lo mejor que pueden hacer es que usted cuando pueda le llame para rellenar el informe por teléfono, pero que no le llame a la hora de comer.



Aliviado, no puedo evitar una sonrisa cínica. La vida en los trópicos es así, relajada. Mientras despido el carrito de la señora Bergstein veo por el rabillo del ojo dos rostros serios y ancianos que me observan desde un balcón del primer piso. Cuando levanto la vista han desaparecido. Creo haber reconocido a McAlister y a la vieja Munchckin. Tal vez estaban brindando a la muerta un último adiós, pero
me pregunto qué pueden estar haciendo juntos dos seres que se odian tanto como esos dos. De hecho, la vieja Munchckin también odiaba a la difunta, como creo que odia a todo el mundo salvo tal vez a Rosita y a esa misteriosa sobrina de Nueva Zelanda que la llama siempre a horas intempestivas.

Pero es especialmente extraña esa proximidad a McAlister. Todos sospechamos que la Munchckin tuvo mucho que ver en esos odiosos rumores que culpaban a McAlister de la muerte de su amigo Ordbach. McAlister se comportó como un caballero e hizo oídos sordos a todas las calumnias, hasta aquella mañana en que se dirigía a la bahía a bucear por primera vez desde el accidente y allí le esperaba el coche de los Oficiales con una orden por la que se le retiraba el permiso de buceo "por su propia seguridad y ante la petición expresa de sus compatriotas y compañeros de residencia que se han puesto en contacto con esta Presidencia preocupados por su bienestar". Todos supimos quién había orquestado aquello, y por un momento llegué a temer que McAlister hiciera algo. Afortunadamente, encargado del asunto a pie de playa estaba el teniente Legrand, que tiene mucho tacto, y que siempre he pensado que conoce al viejo McAlister de su época en la marina.

Desde mi puesto privilegiado en el mirador del resort, aquella mañana los vi hablar durante horas. Más tarde, desde el mismo sitio, y esta vez contemplando los jardines junto a la veranda, vi a McAlister a la luz del atardecer, golpeando con saña un viejo tocón con su enorme cuchillo de pescador, un golpe tras otro, durante más de una hora, haciendo saltar astillas, sangre y lágrimas.



Debí consignar esto en el diario en su momento, esto y lo que me convenció de que al final no pasaría una desgracia (¿cuándo fue? ¿hace tres o cuatro meses? El tiempo es difícil de seguir en este clima tropical sin estaciones) porque ahora de pronto no tengo tiempo para nada y los acontecimientos se suceden a toda prisa, más rápido de lo que puedo recoger.

Salgo del resort a toda prisa. Tendré que renunciar a cenar esta noche con Rosita. Pierre el ordenanza acaba de entrar en mi habitación: lo que me tiene que comunicar ha preferido no contármelo por teléfono.

-Han llamado del aeropuerto. Es por la señora Bergstein. - me dice, serio- Lo peor que podía pasar ha sucedido.